Ideas que Matan
Las ideas e ideologías políticas han servido a la humanidad para fomentar la acción, la cooperación, el orden y la convivencia en la sociedad. Sin embargo, algunas de estas ideas llevan consigo arriesgados supuestos metodológicos que desdibujan la funcionalidad de la política y fomentan un ciclo interminable de conflicto social.
El colectivismo dualista es uno de estos supuestos. Asume que la sociedad está fragmentada en colectivos contrarios a razón de su moralidad (bondad/maldad), historias o intereses comunes en un tiempo y lugar (nación, raza, religión). La fragmentación impone disyuntivas irresolubles frente a un enemigo común, sin el cual se cree que sería posible alcanzar anhelados y nobles fines grupales como el progreso, la paz, la igualdad o la felicidad.
Una vez el colectivismo dual convence puede llegar a justificar la acción violenta sobre el "enemigo" para salvaguardar o ajusticiar los intereses grupales. Esta radicalización transforma la cognición impactando la motivación y la identidad de la persona. Por un lado, la motivación que trae actuar en pro del grupo produce recompensas subjetivas, reconocimiento y enaltecimiento moral, que le instan a efectuar hazañas heroicas o defender la causa común, por ejemplo, defender la supremacía de una raza sobre otra, la emancipación de la clase obrera o defender la patria. Por otro lado, la identidad se afecta porque se homogenizan los intereses con las aspiraciones grupales, imposibilitando cualquier acción o deseo que proceda de su amor propio y o del desarrollo de su individualidad.
Persuadir a otros bajo el concepto dual (amigo/enemigo), reforzar moralmente su propósito (lo justo, lo noble, lo bueno a perseguir), y justificar la violencia son el comienzo de la acción que finaliza con la deshumanización del “enemigo” y la instauración del terror. La persuasión cada vez es más fácil. No se requiere un esfuerzo de adoctrinamiento radical, ni del reclutamiento de antaño, basta con la exposición a mensajes y resultados que refuercen la idea. Las redes sociales los transmiten de manera rápida, autoseleccionando seguidores con un simple hashtag (#). Sus mensajes apelan a las emociones básicas. La ira, la frustración, la agresividad, el odio, la compasión, la culpa, la envidia, la venganza y la indignación. Sus adeptos ceden a la exaltación que produce el ajusticiamiento y la censura. Los mensajes se intensifican cuando el emisor ostenta un perfil mesiánico, rasgos narcisistas y capacidad de persuasión. El seguidor se siente obligado, incluso sin que medie coacción, a violentar al enemigo para ganar mérito en el grupo.
El paso de la idea a la acción violenta requiere de tres componentes: el enemigo a someter (víctima), un público espectador (motive/indigne) y la agresión en sí que someta. Los ejemplos abundan en la historia reciente con las ideas detrás del nazismo, el fascismo, el socialismo o el radicalismo religioso. Sus gestores han recurrido al aniquilamiento violento de su enemigo o a su humillación usando la fuerza, ya sea dentro del Establecimiento o fuera de él (IRA, ETA, Al Qaeda, Tupamaros, Sendero luminoso, en Colombia FARC-EP, ELN, AUC). El “enemigo” que se convierte en trofeo y se reduce, en el futuro puede desencadenar un ciclo vengativo incesante.
Nuestra racionalidad puede permitirnos salir del entumecimiento moral auto-destructor del colectivismo metodológico. La razón permite al ser humano reconocer las ideas que matan, establecer límites morales e institucionales para evitar la seductora falacia heroica de antropomorfizar un pueblo, una nación, una patria, un Estado, una raza o una idea fantasiosa que legitime matar al son del credo, del manifiesto o del himno nacional.
Construir nuestra individualidad, comprender las ideologías sin esclavizar la conciencia, es el reto que nos confronta hoy. Sin reconocernos como individuos, no podremos reconocer a otros, ni responsabilizarnos de nuestra acción en la sociedad. Sin la individualidad no hay posibilidad de romper las cadenas de las ideas que matan o deshumanizan. Desde la minoría más pequeña de la sociedad, la persona, podemos aportar al progreso de la sociedad sin rectores, ni dirigentes mesiánicos, alcanzar nuestros fines sin cosificar a nadie, confiar en los demás sin crear ríos de sangre.
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